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Testimonio de Archivaldo Arellano Carvajal- 11 de septiembre 1973

PorPamela Vargas

Sep 10, 2025

Limache, Chile, 1973. 03:40 de la madrugada.
Este relato recoge lo vivido por mi familia en la madrugada del 11 de septiembre de 1973, en Limache, horas antes del golpe militar en Chile. No lo supimos por la radio. Nos pasó por encima. Y decidí contarlo ahora, porque las memorias que se callan… se repiten.
Golpes secos en la puerta del living nos sacaron a todos de la cama. De un salto, los miembros de la familia nos levantamos, desconcertados, intentando entender qué ocurría. Eran jóvenes voluntarios, los mismos que se habían comprometido como centinelas para resguardar las instalaciones de la Radio Victoria. Uno de ellos había sido alcanzado por una bala, disparada por un comando que, minutos antes, había saboteado la antena de la radio, ubicada en lo alto de la colina, justo detrás de nuestra casa. Mientras papá y Pedro Hugo salían a entender lo que estaba pasando, nuestras hermanas, junto a mamá, atendían al joven herido. Nos tranquilizó comprobar que, por suerte, solo era un rasguño. Pero desde ese momento, todo se aceleró. Los voluntarios comenzaron a agruparse. Se hablaba de organizar la “resistencia” para enfrentar lo que ya se sentía como una amenaza real: las fuerzas fascistas. Se hizo un recuento de los medios de defensa. El resultado fue… sorprendente. Una pistola calibre 22. Un rifle de un solo tiro, del año 1917, también calibre 22. Y hondas. Muchas hondas. Los bolsillos de los jóvenes rebosaban de piedras, cuidadosamente seleccionadas. También había palos, de todos los tamaños. Empezó a llegar gente desde distintos puntos, algunos por curiosidad, otros decididos a defender la radio a como diera lugar. Los minutos pasaban, y no sabíamos bien qué estaba ocurriendo afuera. Alguien dentro de la casa encendió una lámpara potente para tratar de distinguir algo entre la neblina. Entonces la voz de papá tronó: — ¡Apaguen esa luz! ¡Somos un blanco fácil! Y ahí… se desató el infierno.
Un sonido seco, brutal. El rugido de un arma pesada rompió la madrugada, cargada de esa densa vaguada costera que suele caer sobre Limache. El muro de nuestra casa recibió los primeros impactos. — ¡¡Todos al suelo, mierda!! —se oyó. Caímos como piedras. Algunos se refugiaron detrás del muro del jardín, otros corrieron al bosque hasta alcanzar el zanjón. Según supimos después, alguien resultó herido. Erwin y yo empujamos los colchones contra la ventana, nos tiramos al suelo y nos parapetamos detrás del muro de nuestra habitación, que empezaba a recibir disparos. Más tarde supimos que los atacantes pertenecían a la Armada de Chile, provenientes de la base aérea de El Belloto. Cuando los disparos cesaron, se hizo un silencio denso. Aterrador. Muchos de los curiosos desaparecieron. Y no los culpo. Tenían razón. La situación nos sobrepasaba. Solo quedaron los más comprometidos con la causa. Había en casa un auto, creo que Chevrolet. Lo había dejado allí el interventor designado para la CCU, para evitar que lo dañaran en la vía pública. Tiempos convulsos. Mi hermano Pedro Hugo tomó las llaves del auto y gritó: — ¡¿Quién me acompaña?! ¡Vamos a enfrentar a estos fachos! Nadie respondió a tiempo. A los pocos segundos, salió solo, raudo, a encarar a nuestros atacantes. El motor rugió. La caja automática chirrió. Y luego… ráfagas. Muchos disparos. En la oscuridad. Chillidos de neumáticos. Golpes secos de bala sobre la carrocería. Después… otra vez el silencio. Un silencio insoportable.
— ¡¡Mi hijo!! ¡¡Mi hijo!! ¿¡Qué pasó con mi hijo!? —gritaba nuestra madre, desesperada.
Fueron necesarias varias personas, incluidas mis hermanas, para intentar calmarla. Pero era inútil. Se había convertido en una fiera.
Entonces, desde un megáfono, se oyó la voz:— ¡¡Somos el Ejército de Chile!! ¡Depongan las armas! ¡Todo aquel que se resista será pasado por las armas!
Y la voz de papá respondió, clara, resignada: — Solo quedamos unos pocos.
Poco después, llegaron los uniformados en una camioneta Chevrolet celeste. Eran cuatro o cinco. Sobre el techo, una ametralladora punto treinta. Los acompañaban otros vehículos. Tomaron el control del lugar. A nosotros, junto a los que quedaban, nos sacaron a la calle. Nos obligaron a tirarnos al suelo, manos sobre la cabeza.
Todavía no sabíamos nada del paradero de Pedro Hugo. Los soldados nos vigilaban, gritando: — ¡No nos miren! ¡Si no quieren un tiro en la cabeza!
Se llevaron a papá hasta el cuarto donde se ubicaba el transmisor AM —una pieza de cuatro metros cuadrados—. Ahí lo arrodillaron. Lo fusilarían después de destruir el lugar. Dos soldados entraron al cuarto a instalar la bomba.Fueron minutos eternos. Los veíamos desde lejos.El alba comenzaba a asomar. De repente, los soldados salieron corriendo:— ¡Aléjense! ¡Esto va a explotar! No alcanzaron a terminar la frase. La explosión fue enorme. Todo voló por los aires. Varios uniformados fueron alcanzados por la onda expansiva, al igual que papá. Él perdió el conocimiento. Quedó tendido. Cuando recuperaron el control, el jefe del comando gritó:
— ¿Transmisor destruido?— ¡Sí, mi Teniente! — ¡Entonces maten al prisionero!
Dos soldados se acercaron a papá para rematarlo. Uno de ellos dijo:
— Cagó este huevón. Ya está muerto. Seguro lo mató la explosión.
— ¡Aseguren todo y nos retiramos! —ordenó el oficial.
Poco después, una camioneta con voluntarios que había salido a buscar a los saboteadores de la antena regresó desde Lliu-Lliu. Se toparon de frente con los militares, que los obligaron a bajar y unirse al grupo que seguía tirado en el suelo.
Ya éramos cerca de veinte personas. Entre ellas, mi amigo de toda la vida, Bernardo “el Cabeza” —de quien hablaré en otro episodio.
Finalmente, la patrulla se retiró, dejándonos allí…atónitos, rotos..Mientras todo esto ocurría en Limache, comenzaba a gestarse —en silencio y por la fuerza— el golpe de Estado que cambiaría para siempre el destino del país. Las primeras radios comenzaron a transmitir informaciones confusas. Algunas ya hablaban de movimientos de tropas en Santiago y Valparaíso. Se decía que el presidente Salvador Allende se encontraba atrincherado en La Moneda, decidido a resistir las señales de la insurrección militar se multiplicaban en todo el país. La incertidumbre, el miedo y la tensión crecían minuto a minuto. Las Fuerzas Armadas comenzaban a tomar los medios de comunicación uno a uno.
Las radios populares eran silenciadas. Otras se convertían en voceros del nuevo poder. Las transmisiones se interrumpían.
Las voces se apagaban. El país comenzaba a oscurecerse, no por la noche… sino por el miedo.
Nosotros ya lo sabíamos. El golpe militar no nos sorprendió por la radio.
No lo escuchamos como noticia. Lo vivimos.
Nos pasó por encima. Nos rompió el sueño antes del amanecer.
Eran cerca de las 10 de la mañana cuando llegaron algunos detectives de la Policía de Investigaciones. Nadie tenía muy claro el desenlace de todo lo que estaba ocurriendo en el país. Uno de ellos, con una chaqueta de gamulán manchada de sangre, se acercó a mamá y. con voz pausada, intentó calmarla. Le dijo que Pedro Hugo estaba herido, pero a salvo. Solo entonces, nuestra madre recuperó algo de calma
en medio de un caos que —para tantos chilenos—recién comenzaba.